La telaraña y el lobo: playa desconocida

Playa desconocida, España, 1940.

Playa desconocida

Havia passat molta estona i l’home picava ara la ratlla travessera de la creu. I picava i picava… Les dues papallones que se li havien enganxat a la cama estaven juntes i amb les ales tan plegades que semblaven una de sola. L’esquena de l’home brillava de suor; i les costelles; era molt magre. Em van venir ganes d’acostar-m’hi, d’enraonar-li, de dir-li que, de vegades, vora de la fornal plena d’espurnes i entre dos cops de mall el ferrer m’havia parlat del bosc i dels morts a dins dels arbres.

                                                           Mercè Rodoreda, La mort i la primavera, 1986.

Lo importante era el contenido. Y este se encontraba en los defectos. Lo había buscado en las formas y me daba golpes contra la pared, como si zarandeara a una muñeca de tela, aquella de la canción que me cantaba mi madre de niña, la de la carita llena de hollín que se hace amiga de un ratón. Un disco mexicano de los años sesenta que me sabía de memoria: Cri-Cri, el grillito cantor; un remanente de los tiempos de oro de la radio. Cada vez que intentaba zafarme, sus acometidas generaban una fuerte vibración en la telaraña. Entonces, el lobo acudía a rescatarme. Me he pasado mucho tiempo temiéndole. Ahora deshago el camino y por primera vez me doy cuenta de que el lobo es como un ángel guardián, un talismán que me indica que es necesario realizar un corte, alejarse de algo, rendirse, no dejarse atrapar.

El gesto de interrumpir, de darse la vuelta y sobre todo de rendirse no es fácil para nadie, menos para una mujer, acostumbradas a sacar pecho, a ser excelentes para sobrevivir y también porque a pasión nadie nos gana. Poner medida, no desparramarnos para acudir a la llamada del Otro. Requiere mucha valentía, una fuerza inmensa, un corte nada sencillo. Me hizo pensar en Isabel. Pensé en una tela que se lava y se pone a secar al sol, para orearla. En interrupciones que son definitivas. Como cuando las orugas salen del capullo o las mariposas se quedan muy quietas, con las alas tan juntas que parece una sola. En algunas personas el temor a la muerte hace que se vayan encogiendo como cuando aplastas con la suela del zapato a un insecto, pero no del todo; se va encorbando sobre sí mismo, como si quisiera convertir su cuerpo en un nido. Los niditos que iban tejiendo los gusanos de seda que recogía a los pies de las moreras que había frente a mi casa. Los metía en cajas de zapatos, observaba atentamente cómo se retorcían para salir del capullo y también para morir.

Hay gente que se va encerrando, van llenando sus casas con ese hedor que exhala el miedo. Y la urdimbre de su telaraña se va espesando como un caldo viejo. Olor dulzón y acre a orina y a vinagre. El vinagre que la tatarabuela se comía a cucharadas, con un plato hondo para la sopa y una hogaza de pan. Nunca supe si lo hacía obligada por las penurias de la guerra o realmente, como cuenta la leyenda familiar, por una manía suya, un placer inofensivo y algo repugnante hurtado a la pesadez cotidiana. La abuela Adelina, diminuta como un insecto, con su piel pálida y a jirones. El olor a huevo hervido impregnando toda la casa. Su legendaria fuerza.

De Adelina mi hijo ha heredado la pasión por las olivas y, como ella, es difícil de domesticar. Una vez se comió quince y vomitó sobre el mantel. Debían pesar más de lo que pesa su cuerpecito, tan ligero y lleno de deseos, de estrategias y planes. Mete el dedo en el agujero de la aceituna y se la come de un mordisco, creo que ni siquiera la mastica. Como la oliva, la muerte es, hasta que llega, una metáfora, como lo son todos los objetos con los que jugamos, nos disfrazamos, coleccionamos… Decimos: <<mira, tiene miedo a la muerte>>, pero sabemos que no es verdad. Es una figura, un disfraz, un contenedor. El momento en que te decides por un conjunto cerrado de juguetes (ese es el título de la novela favorita de mi abuela, Encerrados con un solo juguete, de Marsé), la hora en la que encabalgas metonimias como si fueran las cuentas de un collar que te asfixia, puede darse a los cuatro años o a los ochenta; puede ser permanente o bien pasajero, como una isla que visitas con cierta frecuencia, un remanso, un retiro o una ciénaga. Pensar que es algo que sucede con la vejez es una historia que nos contamos.

Isabel, mi alumna favorita de las clases de catalán, me regaló un bolso de tela el otro día. Hecho de hilos brillantes y plateados, como si lo hubiera tejido con sus propias canas, como un guiño a las que me están saliendo a mí a puñados y que contemplo a trasluz con satisfacción. La vida te da un golpe certero y te encierras con tus juguetes o coges la bici, como Isabel, que tiene 87 años. Nos emocionamos y nos abrazamos. Le acaricié las manos, ella dijo que las mías estaban frías, y las suyas eran cálidas, secas y rugosas como la corteza de un árbol. Los árboles de los que habla Rodoreda en La mort i la primavera, precisamente su última obra, inacabada y según la crítica llena de defectos. Para mí su pieza más libre, la que mejor condensa ese mundo tan singular que ella construyó con tanta fatiga, a golpe de tanta soledad, en su cuarto propio de «El Senyal Vell», en Romanyà de la Selva. La guarida del lobo. De modo que cojo en las mías las manos de mi alumna, robustas como ella, como su francés, siempre brutal.

La historia de esta mujer es la de un gato (qué curioso, la de Rodoreda es, en ciertos aspectos, parecida). Ya hablé de ella en otro post (Los huesos de Isabel: el surco y la huella). Cuando llega la primavera y asoma un poco ya el sol se marcha a la costa. Por la mañana pasea en bici y por la tarde camina por el paseo marítimo, junto a sus amigos suizos, que vienen solo para verla, para estar cerca de ella. Como yo voy a dar mi clase, tantas veces, pensando solo en mirarla. Isabel no se ha encerrado. Estuvo unos meses en cama y pensé que se moría, ya no parecía ella. Pero a pesar del dolor cogió la bici de nuevo y se marchó a la playa. A mi abuela también le encantaba la playa, pero hace mucho que decidió bajar las persianas, correr las cortinas, encender el televisor, dejar de encender la radio para bailar. Ahora soy <>, no me reconoce. Aun así, la telaraña no se teje con la edad. Estuvo allí desde siempre. Cuando de pequeña me daba salchichas con bacon y dátiles para que las vomitara. Y también la isla estaba presente, cuando jugaba conmigo a La Oca, una partida tras otra, o se empeñaba en regalarme objetos bonitos que había lucido en otro tiempo o fotografías que le gustaba contemplar.

Nos decimos que es la edad, pero no es del todo cierto. Como si la vejez fuera un capítulo aparte, un vagón descarrilado o un prúrito que es mejor no observar de cerca. Como si la belleza no fuera posible ya. Isabel, por ejemplo, me contaba que la muerte la encontrará en danza, tal vez montada en la bici o paseando por el malecón con sus amigos, con los que bebe, se ríe y cuentan chistes subidos de tono. Y, a fin de cuentas, ¿quién marca dónde está la belleza? ¿quién puede dar una definición que no sea contingente? No se puede vivir sin ella, está presente tanto en la telaraña como en la corteza del árbol. Como en aquellos poemas y dibujos de los niños del ghetto de Terezín. Cuando se me cruza el lobo por el camino porque se debate contra la forma que trato de imponerle para repetirme: <>. En los defectos de forma, las contorsiones de mis gusanos para salir de la caja, sus ligeros espasmos al regurgitar la seda, el recuerdo de mi abuela Rosita bailando en el recibidor con la radio puesta dando pequeños pasitos y saltos de pájaro o la vez que me encontré a Isabel escarbando en un contenedor con el palo de una escoba para recoger, del fondo, una baratija, gastada pero aún brillante, del tamaño de una aceituna.

Uno de los talismanes que me regaló hace años mi abuela es un pequeño alfiler  de oro en forma de lazo. Si lo miras bien,  es una mariposa. Lo guardo en una cajita con interior de terciopelo blanco, y de vez en cuando lo froto con vinagre, para que no se oscurezca. A la espera del momento oportuno para llevármelo a la isla, con el resto de tesoros, junto a todos los retazos de belleza y esta quieta libertad de los árboles, de mis abuelas, reales y simbólicas. La maternidad para mí ha sido en cierto modo una telaraña, una madeja de la que solo se puede salir indemne con la ayuda del lobo, que me indica cuándo seguir tejiendo para no caer y cuándo, en cambio, realizar un corte.

No he visto mariposas por aquí, Terezín, 1945.

No he visto mariposas por aquí, Terezín, 1945.

Esta entrada fue publicada el 13 May, 2015 a las 12:08 pm. Se guardó como Envejecer, Libertad femenina, Muerte y etiquetado como , , . Añadir a marcadores el enlace permanente. Sigue todos los comentarios aquí gracias a la fuente RSS para esta entrada.

2 pensamientos en “La telaraña y el lobo: playa desconocida

  1. «Vindrà la mort, i jo no seré al llit,
    ni al menjador, assegut al divan:
    l’esperaré al replà de l’escala,
    entre els parents que han arribat de l’horta,

    de cap a peus com vestit de diumenge,
    de blau marí, amb la corbata torta,
    i no serà necessari que entre:
    us diré adéu, des de la porta, anant-me’n.

    Evitarem, potser, el formulisme,
    i tot serà lleuger i natural:
    m’ajudarà, agafant-me d’un braç,

    la meua mort, en baixar per l’escala.
    S’excusarà per si ha trigat massa;

    Però és que, abans, ha tingut quatre casos.»

    V. A. Estallés

    M’hi vas fer pensar quan vaig llegir aquest, com tu dius, «post» 🙂
    Aprenc força coses noves, llegint-te.
    Una abraçada.

    • M’encanta aquest poema d’Estellés, quantes concomitàncies!! És aquest esperit, sí, el que cal fer revifar… Jo també aprenc força dels vostres comentaris, gràcies per llegir-me 😉 Una forta abraçada, Àngela

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